Quien no ha escuchado “De la vida no quiero nada”, “De la vida no espero mucho”, la vida es una pasión, es una tragedia, es un viaje o una ficción, todo depende de la trascendencia que le demos a pesar de las dificultades y pruebas que atravesamos, la vida es real, corta, muy fugaz y se nos va de las manos si no la sabemos apreciar.
Muchos quedamos atrapados en el pasado, no vivimos el presente y soñamos con el futuro.
“De la vida no quiero mucho, quiero apenas saber que intenté todo lo que quise, tuve todo lo que pude, amé todo lo que valía la pena y perdí apenas lo que nunca fue mío” (Pablo Neruda), es una reflexión de vida que interiorizáramos en apreciar cada momento de la misma y dar gracias al Creador por todo lo que nos regala.
Nada debe valorarse más que la vida humana, de la misma manera que no hay justificación para que un ser humano se considere superior a otro. Sin embargo, nos encontramos inmersos en un sistema deshumanizante que otorga valor a las personas por el dinero, posesiones o logros, vivimos en una sociedad de antivalores.
La racionalidad y moralidad nos da la capacidad de obrar para el bien, no solo para sí mismo, sino también para los demás.
Dado que somos seres integrales (espíritu, alma y cuerpo), que convivimos permanentemente en relaciones interpersonales (familia, comunidad y sociedad), hay la lucha por la existencia como competencia y enfrentamiento de intereses vitales de diferentes personas en la vida comunitaria.
Vida espiritual y comunidad amorosa en la que muchos sujetos viven una vida unificada en identificación personal afectiva y volitiva.
Lo que tú deseas, lo deseo yo, a lo que tú aspiras, también aspiro yo, lo que tú quieres, lo quiero también yo, en tu sufrir sufro yo y tú sufres en el mío, en tu alegría encuentro mi alegría, es darle existencia y valor a la vida; aquí no hay ninguna lucha, sino que hay unidad.
El ser humano pleno, despierto respecto de la humanidad, valora la vida en su universalidad y, en primer lugar, la suya propia sobre el trasfondo y en el nexo de la vida comunitaria, de la vida que se entreteje con sus prójimos y luego con los más distantes, y aspira, después, necesariamente a la ‘felicidad’.
Como ser humano tengo la responsabilidad de ser feliz ente mí mismo en primer lugar y luego ante mis semejantes en un mundo circundante y al mismo tiempo como miembro del mismo.
Yo pertenezco a él, completándolo, me siento como su “epicentro”, como miembro único e irrepetible de un mundo real con un firme propósito de ser constructor y solidario del mismo en sana convivencia y orientado.
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